sábado, 18 de agosto de 2007

Artemisa


Ártemis, o Artemisa, la cazadora, con su arco de oro y sus flechas que gimen, que deja a su paso a los animales aullando y a la tierra estremeciéndose, es la diosa de la naturaleza salvaje y virgen y de los lugares inviolados de la tierra donde los humanos no se atreven a penetrar, señora de las montañas salvajes como la llama Esquilo, la diosa ama los claros arroyos y convierte los manantiales cálidos en aguas curativas.

Ella comprende la naturaleza de los animales y las aves salvajes, podía vérsela corriendo veloz a través de la montaña con sus ninfas tocando, danzando y lanzando lluvias de flechas, como se encuentra plasmado en la Odisea:

Como va por la sierra Ártemis, la brava flechera,

Ya recorra la anchura del Taigeto o ya el Erimanto,

Recreada en tirar jabalíes o ciervos veloces,

En su torno retozan las ninfas agrestes nacidas

Del gran dios que la égida embraza; se goza Latona

Y ella en tanto descuella en el grupo con rostro y cabeza

Bien notada aunque todas hermosas, así se erigía,

De sus siervas brillando en mitad, la inviolada doncella

Las ninfas son las divinidades que moran en los arroyos y en las flores, el alma viva de la naturaleza toma aquí forma de doncella, que bala y canta como las voces susurrantes de los arroyos, el murmullo de la brisa y de las flores rumorosas. A Ártemis se la llamaba “la que suena”, keladeine, procede de la música de la naturaleza salvaje, y cuyas formas posteriores se llamarían Ártemis o Artemisa.

Artemisa se convirtió en la diosa de los animales salvajes, título que se le da en la Iliada, heredando esta función de la diosa paleolítica de los animales salvajes de la caza, es la menos civilizada y la más primitiva de todas las diosas griegas, y su antiguo linaje se remonta al pasado lejano, a los tiempos remotos anteriores al cultivo de la tierra y a la construcción de las ciudades. Para una sensibilidad del siglo XX, encarna una sabiduría que en gran parte se ha perdido. La naturaleza de la misma es extensa pero también está presente en la parte animal, no domesticada de la naturaleza humana y en la necesaria relación entre una cosa y otra.

Con el transcurso de los siglos muchas tradiciones basadas en la experiencia convergieron en ella, albergando a la diosa pájaro, la diosa oso y la diosa hilandera de los husos que entrelaza la vida animal y la humana.

El nombre Artemisa no es griego, aunque ha llegado a nuestro conocimiento a través de inscripciones griegas, lidias y etruscas. Se encuentra por primera vez en las tablillas escritas de Pilos, relacionándola con la antigua diosa minoica de Creta, donde se le transfirieron las leyendas de las diosas Dictina, “la de la red”, Britomartis “la dulce virgen”, e Ilitia, diosa del parto. En las fiestas de primavera de Éfeso en Anatolia los ritos de sacrificio en su honor incluían una especie de corrida de toros, que recuerda las fiestas minoicas del toro.

Diosa de la caza

Ártemis es también la diosa de la caza y de los cazadores, lo que la contrapone como la madre de sus animales quien les da vida pero también muerte, por lo tanto esta diosa es a la vez cazada y cazadora, es la presa y la flecha que la abate.

Si tanto el animal cazado, como el cazador están bajo la protección de la diosa, ella es, definitivamente, quien da y quien arrebata, así que, en última instancia, los animales humanos sólo pueden tomar en su beneficio y por su consentimiento.

Pero esta dependencia de la gracia de la diosa viene acompañada del miedo de que el cazador no sea lo bastante puro como para tomar parte en sus rituales, de que el sacrificio de restitución no sea suficiente, de que su don pueda ser denegado o de que los mismos cazadores acaben convirtiéndose en su presa, por lo general el cazador afortunado colgaba la piel y los cuernos de su presa de un árbol o columna consagrado a Artemisa como señal de agradecimiento.


Diosa Virgen del Parto

Enseñaba a la mujer que daba a luz abandonar su identidad cultural y a permitir que la guíese la sabiduría del cuerpo, más profunda: “A través de mi vientre se desencadenó un día esta tormenta, pero invoqué a la celestial Artemisa, protectora de los partos y que se cuida del arco, y favorable acude siempre a mis súplicas”, así canta el coro en la obra de Eurípides, como reconocimiento las ropas de las mujeres que morían durante el parto, abatidas como fieras por la flechas de oro de la diosa se presentaban como ofrenda a Artemisa en Braurón.

También cuida del recién nacido, puesto que la lactancia de las crías de toda especie pertenece a la esfera de los instintos de la naturaleza, asegura la vida y espanta la muerte. Las jóvenes danzaban en su honor ataviadas con máscaras y disfraces de oso, explorando así la libertad de su propia naturaleza de oso, por lo que se les llamaba arktoi, “osa” (una representación más de la diosa neolítica).

Y sin embargo, Artemisa no era madre. Era la virgen intacta cuya túnica corta y ejercitada musculatura le daban el aspecto de un muchacho, durante las danzas de sus fiestas las chicas a menudo llevaban falos para celebrar que la diosa contenía en sí misma su naturaleza masculina.

Rodeaba a Artemisa una pureza, una inflexible autonomía, que conectaba los amplios espacios inexplorados de la naturaleza con la soledad que todo ser humano precisa para descubrir una identidad única.

Como diosa de las chicas solteras y de las madres parturientas, Artemisa une en sí misma dos principios opuestos, mediando entre ambos, quizás el hecho de que una sola presencia divina gobernase ambos aspectos de la vida ayudaba a las niñas a mentalizarse para el cambio de un estado al otro, es posible, además, que sirviese como recordatorio de que también la niña independiente y autónoma está presente en las relaciones de pareja, incluso si se tiene un hijo. Las chicas jóvenes que pensaban en casarse iban a bailar a sus fiestas, la noche antes de la boda las chicas consagraban sus túnicas a Artemisa, ninguna boda se celebraba sin su presencia.

Los sacrificios a Artemisa

Artemisa era, entre todas las dioses griegas, quien recibía los sacrificios más cruentos. Pausanias relata un sacrificio anual a Artemisa en Palas, toda clase de animales salvajes se arrojaban a una hoguera y se quemaban (lo mismo ocurría en Mesene, cerca de un templo de Ilitía, la antigua diosa cretense del parto asociada con Artemisa).

Parecería, por lo tanto, que la diosa que personifica el lado salvaje de la naturaleza es la que provoca el miedo más primitivo a depender de fuerzas que están más allá del control de los seres humanos, y cuyas leyes pueden violar, sin darse cuenta, así comienza la guerra de Troya cuando Agamenón ha matado un ciervo en una arboleda consagrada a Artemisa que, como retribución exige de Agamenón el sacrificio de su hija Ifigenia, mediante la astucia de su hermano Orestes, una gama es sacrificada en su lugar, pero la imagen de Artemisa todavía necesita sangre humana. Así que Orestes se lleva la estatua de la región de los tauros a la fiesta de Artemio taurópolos, donde se derramaba sangre de la garganta de un hombre

Artemisa y Hécate: Diosas de la luna creciente y de la oscura luna nueva

Cuando Esquilo habla de la mirada de su ojo estrellado quiere decir que Artemisa y el pálido resplandor de la luna creciente son lo mismo. Cuando la llamada diosa que ronda de noche, se iba de caza por las montañas, su luz era la de un destello fulgurante. Como virgen, Artemisa personificaba la luna creciente que renacía; Hécate personificaba la oscura luna nueva y Selena la luna llena.

Hécate, reina de la noche, como la llama la poetisa Safo, lleva una diadema brillante y sujeta en sus manos dos antorchas, ojos resplandecientes de la oscuridad. Quizás se trate de una imagen de la intuición que presiente la forma de las cosas que todavía no son visibles. Esto explicaría por qué, junto con Hermes, dios de la imaginación, es la guardiana de los cruces de caminos, donde aún no se sabe cuál es la dirección correcta. Sus compañeros eran los perros, animales que siguen un rastro ciegamente, que nos recuerdan al chacal Anubis del inframundo egipcio, que podía distinguir lo bueno de lo malo, y a Cerbero, el perro de tres cabezas que guardaba el inframundo de la antigua Grecia.

Hécate se identifica a menudo con la faceta oscura de Artemisa, el ser infernal en el que podía convertirse si se la ofendía, cuando ocultaba su luz. Sófocles retrata a Artemisa a imagen y semejanza de Hécate, cuando la denomina “la flechadora de ciervos, la que porta una antorcha en cada mano. En Áulide había dos estatuas de piedra de Artemisa, una con arco y flechas y otra con antorchas.

Artemisa como alma de lo salvaje, da expresión al lugar de la psique donde la humanidad se siente libre de las preocupaciones humanas, y al mismo tiempo, abierta los inmensos poderes indómitos de la naturaleza, otorgando un carácter absolutamente sacro a los ámbitos salvajes de la naturaleza y a los ámbitos salvajes del corazón humano que los reflejaban.